Salgo de la mezcalería. Me dirijo a Los Libres por una tlayuda. En el camino busco pistas que me recuerden mi infancia, pero por más que me esfuerzo no encuentro más que destellos tenues de los juegos y los paseos de un niño genérico.
¿Acaso era yo ese dando vueltas en El Llano? ¿En bicicleta? ¿En patines? ¿Cómo veía a los leones que resguardan cada una de sus esquinas? Intento imaginarme ahí, de pequeño, pero la imagen no se concreta. Me aseguran que estuve ahí. Que paseaba frecuentemente dándole vueltas. Les creo.Algunos guardamos pocos recuerdos de nuestra infancia y no tenemos otro remedio que recurrir a versiones ajenas de nuestra vida cotidiana.
El templo de Santo Domingo y el templo de la Soledad son imponentes, pero no tanto como eran antes. Se que hace muchos años comía nieves en la plaza de la Soledad. Pero no recuerdo mi sabor favorito, ni qué tanto me emocionaban los letreros de colores. Se que me emocionaban esas escaleras más de lo que me emocionan ahora. Y que sobre alguna calle aledaña vivía uno de mis mejores amigos, a quien no he vuelto a ver.
Decido caminar al hotel, subiendo por la calle Juárez/Porfirio/San Felipe. ¿Por qué la calle cambia tantas veces de nombre? ¿Sabía yo esto? Sigo sin poder encontrarme con mi pasado. Y de repente, algo vuelve de un golpe. Veo un letrero. «Bungalows Villa Santa Julia». ¡Yo viví aquí! ¡Adentro estaba mi casa! ¡Quiero mis recuerdos de vuelta! Y mis recuerdos llegan repentinamente. Y recuerdo un niño que jugaba con una grabadora en su casa. Que caminaba junto a una alberca vacía. «Tengo que entrar», me digo. Y entro.
La esencia de la unidad habitacional es la misma. Pero su tamaño se ha reducido órdenes de magnitud. La alberca no mide más de tres por cuatro metros. ¿Sabía yo qué era un metro? El techo de la palapa parece estar igual de alto. Siempre vi ese techo muy alto. Estoy seguro. Una cara, ahora desconocida y borrosa, me enseñó una de las lecciones más valiosas de mi vida. ¿Era amigo mío? No se. Tal vez un ángel. No de esos metafísicos, sino de los ángeles de carne y hueso que pasan por nuestras vidas menos de lo que dura un suspiro y nos dejan algo de valor.
Hay una enorme diferencia. Lo que antes era una unidad habitacional ahora son dos, divididas por una reja de malla con cubierta de plástico. A la derecha, un edificio. Arriba del edificio, un departamento sumamente silencioso comparado con aquel en el que habitaban cientos de pájaros. ¿Tenía idea de qué era un ciento? A la izquierda, inaccesible por la separación, otro edificio. En él, mi casa. ¿Mi casa? Una señora sale a lo lejos sin verme. Su casa. ¿Cuántos otros habrán pasado por esta casa creyendo que es suya? Salgo de la Villa.
Un poco más arriba me encuentro con la Fuente de las Siete Regiones. ¿Por qué no vive en mi memoria, si se supone que ha estado ahí desde hace años? ¿Alguna vez le di la vuelta? Y luego edificios de la universidad. ¿Habrán estado ahí desde entonces o forman parte de la modernidad? De la efímera modernidad. No lo se.
Estoy por llegar al hotel, con la esperanza de encontrar algo más. Evito buscarlo en el GPS. Me lo tengo que encontrar. Tiene que estar por aquí. Estoy muy cerca del hotel y comienzo a rendirme. Tal vez no aparezca. Y entonces, unas cuantas cuadras antes de llegar veo el edificio. Los recuerdos son cosas raras. No recordamos las cosas, sino versiones homotópicas de ellas, deformadas. Se aparece frente a mi el Instituto San Felipe, en donde cursé algún año de primaria. En donde aprendí otra lección de vida más. Parece ser que varias de mis lecciones de vida las aprendí en Oaxaca. A lo lejos se acerca una señora, la veladora.
Me quedo embobado unos instantes mirando el zaguán donde se tomó la foto individual que yace en mi cuarto. Y me veo ahí, y materializo el recuerdo. La señora se acerca más. Y se materializan los dulces de 500 pesos, y el festival de día de las madres. La señora se encuentra a unos pasos. Y en mi mente, una maestra borrosa imparte la lección de ciencias naturales del ciclo de la vida: «Los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren». Y en ese instante, la voz de la señora interrumpe mis pensamientos. Con voz severa me pregunta: «Disculpe señor, ¿se le ofrece algo?». «Sí «, yo respondo, » recordar».